miércoles, 14 de octubre de 2009

Negra, la noche y tu olor

“Me escapé por la ventana y me crucé con los malditos.
Albañiles lagrimales, bomberos sentimentales.
Putas sicoanalistas, ternura de criminales.”
Milonga de los Perros , La Chicana Tango.
Por: Braulio M. Aguilar Orihuela.
Esta noche, su olor atraviesa hasta la más espesa de las conciencias. Como esperando una cita tardía, llegaba noche tras noche vestida de negro, a veces larga y esbelta otras lucía más robusta y pesada. Desde las ventanas de las habitaciones del hotel, la veo recargarse en el poste de luz, tan oscura como la noche, y se queda en vela; escondiendo algo, escondiéndose de alguien, escapándose de algún lugar. La gracia no le sonríe.
En una ocasión fui testigo, calles más abajo, cómo sacaban a un par de borrachos de una cantina. “¡Cabrón, yo no hice nada!” (mientras manoteaba el borrachín al aire como quitándose las sogas que lo sujetaban). “Fue el puto de allá que le agarró la pierna…” (alegaba el que se veía menos ebrio). “Los dos para afuera” (los empujó el cantinero con una escolta de dos monstruos con picos y colmillos). Salieron trastabillando pero el godo, con barba raída escurrida por el mismo líquido que marcaba su chamarra, intentó entrar de nuevo a la cantina. “¡Córrele, cabrón!” (jalando a su compañero al ser perseguidos por las bestias de la cantina armados con machetes). Minutos después, la botaron a ella también. Sin compasión, cual saco de desechos. Horas más tarde salió el travesti. Caminó desenfadado frente a ella, con la pesada calma de la indiferencia. Ella seguía en su poste, arrumbada, guardando la despedida en los olvidos cotidianos. No la soportaban ni en su casa.
Me ha tocado ver que muy de noche, cuando sólo el silencio es testigo, la sacan arrastrando de alguno de los departamentos del edificio de enfrente. Esta noche, una joven, de holgados pants como pijama y larga playera para descansar, esperó la soledad de la avenida desde su ventana para sacarla. La veía cuando se asomaba cada diez minutos hasta que dieron más de las doce. La veía esforzándose para hacer el menos escándalo posible. La veía batallando con la bolsa negra. Finalmente, atravesó el camellón de la avenida y llegó a la esquina el hotel. Lanzó un suspiro, de agotamiento y alivio. “Lo siento mucho…”. Apenas se logró escuchar cuando se apagó la frase con el sello de las lágrimas. Terminó de acomodar la bolsa de basura en el poste de madera. Ella acomodó los cuerpos en el interior de su vestido negro. La joven de pants regresó corriendo al edificio de enfrente. Mi naturaleza de espectador me limitó a contar el relato, sin participar en esclarecerlo; guardarlo en mis habitaciones y que en susurros llegue a través de la cama a alojarse en los sueños de algún huésped que al terminar lo hiciera cuento.
Los perros fueron los primeros en detectar el fétido olor. Se alejaron instintivamente, también. Los gatos cantaban plegarias a la luna que parecían melodías de manicomio. Las ratas fueron las primeras en llegar al lugar. Inspeccionaban la zona con sus trompas, y con sus afiladas garras cateaban el interior de la bolsa. El comandante del pelotón fue el primero en lanzar el zarpazo. El sonido vacío de las latas hizo eco en la noche. Algunas ratas se alejaron, las más cercanas acecharon el contenido de la bolsa. Los perros doblegaron sus patas delanteras. Los gatos se aferraban a las techumbres. Empezó a escurrir sangre. Las ratas jefe husmearon el interior de la bolsa. Lo que caía se lo peleaba la tropa. Una lengua canina calló, haciendo rodar una botella de vidrio que contenía los restos de salsa cátsup. Todas las ventanas del hotel se cerraron. Lo último que escuché era que la perra fue envenenada con una letal dosis de chocolate en barra. La evidencia fue descubierta en sus colmillos y las envolturas debajo de sus orejas.

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